El espacio
basura según Rem Koolhaas, “aparenta ser un espacio, una sombra o residuo del
espacio moderno o, por otro lado, es el presagio de lo que ocurrirá en todas
partes.” Es un espacio sin límites, sin orden, sin verdad, es un imperio de
confusión donde no existen prejuicios, orden ni jerarquía; un espacio de
saturación donde predomina la ambición del más y la acumulación como fin en sí
mismo. Algo no pensado pero que organiza las ideas, invade nuestros
sentidos y nos seduce, va directo a nuestros gustos y ataca nuestras
debilidades. En él prevalece la actividad de entretenimiento, el flujo de
mercancía, información y dinero.
La
caracterización que hace Koolhaas, define el espacio basura, o al menos
el más representativo de ellos, como aquel lugar donde predomina el
consumo. Esta técnica ha creado un fenómeno de convergencia cuyos efectos son
irremediables. Técnicas racionalizadas con los géneros de vida, las cuales
se manifiestan en la uniformidad típica de las necesidades como lo es la
vivienda, el vestido, etc., buscando desarrollar un género de vida de carácter
universal.
El consumo de
bienes y servicios se ha introducido a tal nivel en la conciencia colectiva que
ha logrado alterar el modo en que habitamos y percibimos el mundo. Los
vendedores se han vuelto más ingeniosos, rastreando nuestros hábitos de compra
a través de las tarjetas de crédito, de los códigos de barra,
elaborando perfiles de consumidores observando nuestro comportamiento en el
propio local, analizando los gustos para idear nuevas maneras de producir deseo
y necesidad. El consumo es el estímulo de todos los sueños y “sus trayectorias
incluyen viajes, vacaciones, increíbles aventuras para todos nuestros sentidos.”
No es de
extrañar ante esta transformación que los centros comerciales lograsen
desaparecer los límites entre las categorías tradicionales de arquitectura,
urbanismo y paisaje, que rehagan la cuidad al punto de hacerla inconcebible sin
el mismo. De hecho, visitar estos espacios ha reemplazado la vida urbana
de los centros históricos y estos, si quieren sobrevivir se tienen que
convertir a su vez en un simulacro de “shoppings”. Es por ello, que todo
espacio público parece condenado a ser espacio de consumo: “las ciudades
se están transformando en gigantescos centros comerciales o galerías utilizadas
para la libertad de expresión”, que no es otra libertad que la de consumir.
Es inevitable,
pues, enfrentarse a las siguientes inquietudes: ¿no le queda otra alternativa a
los centros urbanos que ser un simulacro de estos espacios comerciales para
volver a ser el centro? ¿Es esto una tragedia para la arquitectura y el
urbanismo?